miércoles, 17 de junio de 2015

retro-Lamia

Esa mañana despiertas agitada y le espetas al fantasma de Ava Carlevaro:

Quiero que te marches.

Cuántas noches la invocabas tal y como la encontraste en aquella dorada orilla, envuelta en sedas y la sangre de Adrián en la boca como si del Paraíso mismo se tratara. Pero eso creías, verdad, que se trataba del Paraíso cuando dormía en las escaleras traseras. Cuando extendía toda su geografía a merced de tu profanación. Su peso se remueve en el colchón y te respira en el hombro.
Huyendo de su aliento te incorporas. Te apartas el pelo de un manotazo y alcanzas la caja de tabaco. Ava odiaba que fumases en la cama, así que te enciendes el cigarrillo con alevosía. Te restriegas los párpados y ruedas la mirada por la habitación. Te preguntas vagamente cuándo entró, cuándo decidió meterse en tu cama.

—Ésta todavía es mi casa. También.
El pelo le huele a gasolina, pero hace tiempo que sabes que no es el Paraíso. El hombro que su nariz rozó está helado.

No me recuerdo sin ti admites sin movérsete los labios y contigo me doy asco.

El olor te revuelve las tripas. El fantasma de Ava Carlevaro se pone en pie (pesa menos que una fruta de aire) y desaparece. Ya no te necesita. Te recuestas indiferente, mareando el pitillo sobre tu cara.

¿No te recuerdas ahora? musita una voz peligrosamente parecida a Bárbara Niña, siempre serás la misma.

Mientras te levantas quejumbrosamente, te echas una lóbrega bata de algodón sobre los huesos y recoges su antifaz del piso del pasillo, tu hombro sigue gélido. El mechón sigue en tu cara, la bata en tu armario y el cigarrillo en su caja, intacto.

—Mierda.

Siempre serás la misma, fantasma de Dolores Betancor.

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